Tenia Miedo De Lastimar A Su Esposa

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Tenia Miedo De Lastimar A Su Esposa

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El doctor Michael Gallander fue uno de esos raros individuos que tenía prácticamente de todo, o por lo menos eso creían sus compaסeros investigadores de IBM. Michael era brillante,

atlético, buen mozo y simpático. Su pensamiento agudamente analítico lo convertía en el “mago” de la electrónica. Su mente innovadora le había ganado el respeto de los más altos

ejecutivos de la empresa. También era un hombre que entregaba gustoso su tiempo y energía. Casi todos los días Michael tenía en un bolsillo monedas destinadas a los borrachos y desamparados que encontrara en el camino; el otro bolsillo estaba abultado con una bolsita de plástico con las migas del pan del día anterior. Eran para alimentar a las palomas que anidaban en la barranca, cerca de la oficina.

Muy pocas personas sabían-y nadie lo hubiera sospechado- que Michael Gallander estaba sumamente perturbado por conflictos interiores que estaban más allá de su entendimiento. Sólo Michael sabía cómo las sensaciones de culpa y auto desprecio habían carcomido sus triunfos. Cada mañana, cuando se miraba en el espejo, se sentía lleno de asco por él mismo y mientras se afeitaba lo desagradable le subía a la boca como bilis. Quizás ese profundo desagrado estaba conectado con las tendencias suicidas que a veces lo hacían caminar por el centro de la calzada en contra del tránsito. Pero Michael no estaba seguro. Y no tenía idea de por qué esos síntomas alarmantes lo habían acosado durante años… Estaba avasallado por una sensación espantosa cuando hacía el amor con su esposa Sharron.

Michael había luchado duramente para triunfar. Nacido en el Bronx, de padres judíos de clase obrera, no había sido querido por la madre y su padre lo había ignorado excepto cuan do lo hacía el blanco de sus abusos verbales. Esa infancia de tiranía emocional e insultos había dejado muy inhibido a Michael en su adolescencia. Se sentía amenazado por el mundo

exterior y con frecuencia evitaba el contacto con desconocidos. Tan marcado era su retraimiento que a veces no iba a cargar nafta para su automóvil porque no deseaba hablar con el empleado.

Si bien a Michael le fue muy bien en el secundario y en la universidad, después de los veinte años se vio atacado por numerosas fobias, angustias e inhibiciones. Desde el principio estuvo decidido a luchar contra sus dificultades por más cansador que eso resultara. Y eso fue lo que lo decidió a embarcarse en un tratamiento de psicoterapia ortodoxa que habría de  durar quince años. A medida que por su carrera tenía que mudarse de ciudad (St. Louis, Missouri; Cleveland, Ohio; y Nueva York), tres analistas pudieron aliviado en forma gradual de algunos temores e inseguridades relacionados con su crianza. Pero ninguno pudo explicar, y menos aún suprimir, los sentimientos de culpa y de auto desprecio ni la sensación que experimentaba ante Sharron. En sus encuentros sexuales con otras mujeres, durante su adolescencia, jamás había tenido el problema que se presentaba con Sharron. Solamente

cuando se acercaba a su esposa sentía ese miedo irracional de  que ella sufriera mientras hacían el amor.

Michael tenía otras aflicciones también. Ninguno de los tres analistas pudo establecer por qué Michael tenía el temor crónico de que lo enterraran vivo; miedo que le producía ataques de pánico con sudoración profusa e hiperventilación. O por qué, aunque los ruidos fuertes no lo despertaban, si alguien murmuraba o andaba en puntillas, despertaba de inmediato y se sentaba alarmado, arrojando las cobijas lejos de sí. Ni por qué le aterrorizaba enojarse. O por qué desde la primera infancia lo atormentaba una fantasía recurrente en la que veía el asesinato de una mujer vestida de blanco. O por qué sentía un prurito intermitente en las partes internas de los brazos. La picazón lo atacaba sin aviso previo, en cualquier lugar y situación y duraba sólo unos minutos. Cuando era chico había entrado una vez en el dormitorio de los padres y había visto a su madre contemplándose desnuda en el espejo. Desconcertada, ella lo había tomado por los brazos sacudiéndolo y gritándole cosas. Cada uno de los analistas creyó haber descubierto la causa del prurito… pero éste no se curó.

Durante una visita a su psiquiatra de St. Louis, recuerda Michael que sintió el prurito mientras esperaba ser atendido. Por un instante tuvo una visión de sí mismo, pero no como Michael Gallander, sino como un ser diferente que se tomaba los brazos justamente donde sentía la picazón. Cuando empezó la consulta, Michael no mencionó esa imagen ‘porque creyó que el analista creería que él estaba loco.

Cuando transfirieron a Michael a Toronto, tenía treinta y ocho años y estaba cansado (era comprensible) del análisis, que, si bien había sido útil en los primeros años, parecía incapaz de anular el veneno que llevaba en su interior. Todavía obsesionado por la necesidad de resolver sus conflictos, creía obstinadamente que el alivio debía estar en alguna parte. Por consiguiente se decidió por una alternativa: una forma más profunda, más nueva de ser, de percibir. Estudió astrología, las manifestaciones místicas y la antigua sabiduría oriental. En una oportunidad sus investigaciones lo llevaron a conocer la Toronto Society for Psychical Research (Sociedad de Investigación Psíquica de Toronto) en la que el doctor Whitton estaba dando una conferencia sobre las consecuencias metafísicas de la reencarnación. Revitalizado por lo que escuchó, Michael se presentó al doctor Whitton, le contó cómo el prurito que sufría había resistido quince años de tratamientos y le preguntó si podría explicarse en función de  experiencias de vidas anteriores. Sabía que esta vez no iban a creerlo loco.

Así fue como un día terriblemente frío de febrero de 1979, Michael estaba esperando la primera sesión con el doctor Whitton. Michael no tenía la certeza de la reencarnación. Hasta que asistió a la conferencia, nunca había pensado mucho en eso. Todo lo que sabía era que a veces el doctor Whitton curaba las dificultades de sus pacientes haciéndolos regresar hipnóticamente a “vidas pasadas”. Y Michael estaba dispuesto a probar cualquier cosa.

La primera sesión dio poco resultado. Con su figura desgarbada extendida en el diván de cuero rojo del doctor Whitton, Michael cayó en un trance profundo después de unas tentativas. Cuando se le preguntó sobre alguna vida pasada murmuró una respuesta sobre una época por 1915… luego se retiró rápidamente como si su mente hubiera tocado un hierro al rojo. Temblando, Michael rompió el trance sin darse cuenta siquiera de lo que veía. Y aunque se lo convenció de que dejara que se lo hipnotizara otra vez, nada pudo persuadirlo para que reanudara la conexión con aquel año. La investigación del doctor Whitton era resistida con firmeza por la mente subconsciente del sujeto. La importancia emocional y terapéutica de ese destello inicial habría de eludir al médico y al paciente durante años.

La resistencia de Michael disminuyó en forma considerable en las sesiones siguientes, permitiendo vistazos de existencias anteriores. Michael prefería tenderse sobre la amplia alfombra del doctor Whitton en lugar de hacerlo en el diván y mediante la autopercepción inspeccionaba un desfile de personalidades del pasado. Se vio como Gustavus, un carpintero sueco ambulante que trabajaba en las iglesias de Colonia en el tiempo de Ja Reforma. Como Henri, un comerciante en algodón, francés, del siglo XVI, angustiado por los ataques turcos a sus barcos. Como Henri, experimentaba la angina, el dolor del pecho y la falta de aliento de ese hombre viejo, hablaba con un acento marcado y decía palabras en francés antiguo. Acostumbrándose gradualmente al estado de trance, Michael, en forma instintiva, aceptaba que esos caracteres eran él, él mismo que se había materializado en encarnaciones diferentes. Sólo cuando se encontró en 1216 lo afectó algo más que la fascinación. De pronto una sensación visceral se introducía en su conciencia…

Sobre la colina está el castillo. Los gruesos muros de piedra encierran un ambiente repulsivo. Desplazándose de manera febril por un salón sombrío está la fuente de esas emanaciones negativas: un hombre de aspecto imponente y rudo y de humor espantoso. Es un caballero entrando en la vejez, un teutón llamado Hildebrandt van Wesel, el gobernante solitario de un pequeño principado al sudeste de Westfalia. Su vida ha transcurrido en la barbarie y como sus impulsos idealistas no lo excusan, está consumido por la culpa, el autodesprecio y la paranoia. Pero aún se hace ilusiones y grita al doctor Whitton con una voz cascada: “¡Soy el brazo de Dios! ¡Soy el brazo de Dios!” 

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