Sus Recuerdos Eran Tan Vividos Que Parecía Increíble

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Sus Recuerdos Eran Tan Vividos Que Parecía Increíble

Muchas Vidas Muchos Maestros – Capitulo 3 Parte 3

Una semana después, Catherine entró alegremente en mi consultorio para la siguiente
sesión de hipnosis. Hermosa de por sí, estaba más radiante que nunca. Me anunció,
feliz, que su eterno miedo a ahogarse había desaparecido. El miedo a asfixiarse era
algo menor. Ya no la despertaba la pesadilla del puente que se derrumbaba. Aunque
había recordado los detalles de su vida anterior, aún no tenía el material realmente
asimilado.
Los conceptos de vidas pasadas y reencarnación eran extraños a su cosmología; sin
embargo, sus recuerdos eran tan vívidos, las visiones, los sonidos y los olores tan
claros, tan poderosa e inmediata la certeza de estar allí, que debía haber estado. La
experiencia era tan abrumadora que ella no lo ponía en duda. Pero se preguntaba cómo conciliar eso con sus creencias y su educación.

Durante esa semana, yo había repasado el libro de texto de un curso de religiones
comparadas que había seguido en mi primer año en la Universidad de Columbia. Había, ciertamente, referencias a la reencarnación en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. En el año 325 d. de C., el emperador romano Constantino el Grande, junto con Helena, su madre, había eliminado las referencias a la reencarnación contenidas en el Nuevo Testamento. El segundo Concilio de Constantinopla, reunido en el 553, confirmó ese acto y declaró herética la idea de la reencarnación. Al parecer, consideraban que esta idea debilitaría el creciente poder de la Iglesia, al conceder a los seres humanos demasiado tiempo para buscar la salvación. Sin embargo, las referencias originarias habían existido; los primeros padres de la Iglesia aceptaban el concepto de la reencarnación. Los primitivos gnósticos —Clemente de Alejandría, Orígenes, san Jerónimo y muchos otros— estaban convencidos de haber vivido anteriormente y de que volverían a hacerlo.

Pero yo no había creído nunca en la reencarnación. Ni siquiera había pensado mucho
en el tema. Aunque mi temprana educación religiosa hablaba de una vaga existencia
del «alma» después de la muerte, la idea no me convencía.
Yo era el mayor de cuatro hijos, todos los cuales se llevaban tres años entre sí.
Pertenecíamos a una conservadora sinagoga judía de Red Bank, una pequeña ciudad
próxima a la costa de Nueva Jersey. Yo era el pacificador y el hombre de estado de la
familia. Mi padre se dedicaba más a la religión que el resto de nosotros. La tomaba muy en serio, como todo en la vida. Los éxitos académicos de sus hijos eran las grandes alegrías de su existencia. Cualquier discordia doméstica lo alteraba con facilidad; entonces se retiraba, dejando que yo interviniera como mediador. Aunque ésa resultó ser una excelente práctica preparatoria para hacer carrera en la psiquiatría, mi niñez estuvo más cargada de responsabilidades de lo que yo, retrospectivamente, habría querido. Salí de la infancia convertido en un joven muy serio, habituado a tomar sobre sí demasiadas responsabilidades.

Mi madre se pasaba la vida mostrando amor. No había límites que se le interpusieran.
Era más simple que mi padre; utilizaba la culpa, el martirio, la pena llevada al extremo y
la identificación con sus hijos como instrumentos de manipulación, todo sin segundas
intenciones. Pero rara vez se mostraba triste o malhumorada y siempre se podía contar
con su amor y su apoyo.

Mi padre tenía un buen trabajo como fotógrafo industrial; pero, aunque siempre tuvimos
comida en abundancia, el dinero escaseaba mucho. Peter, mi hermano menor, nació
cuando yo tenía nueve años. Tuvimos que repartir a seis personas en un pequeño
apartamento de dos dormitorios con un jardín en la planta baja.

En esa pequeña vivienda, la vida era febril y ruidosa. Yo buscaba refugio en mis libros.
Cuando no leía interminablemente, jugaba al béisbol o al baloncesto, las otras pasiones de mi niñez. Sabía que el estudio era el modo de salir de esa pequeña ciudad, por cómoda que fuera, y siempre ocupaba el primer o el segundo puesto de mi clase.

Cuando la Universidad de Columbia me otorgó una beca completa, yo era ya un joven
serio y estudioso. El éxito académico siguió siendo fácil. Terminé los estudios de
química y me gradué con honores. Decidí entonces dedicarme a la psiquiatría, pues esa actividad combinaba mi interés por la ciencia con la fascinación que sentía por el
funcionamiento de la mente humana. Por añadidura, la carrera médica me permitía
expresar mi interés y mi compasión por el prójimo. Mientras tanto, había conocido a
Carole durante unas vacaciones pasadas en un hotel de Catskill Mountain, donde yo
trabajaba de camarero y ella se hospedaba. Ambos experimentamos una inmediata
atracción mutua, una fuerte sensación de familiaridad y bienestar. Intercambiamos
cartas, nos frecuentamos, nos enamoramos y, cuando empecé mi carrera, ya
estábamos comprometidos. Ella era inteligente y hermosa. Todo parecía estar
acomodándose. Pocos jóvenes se preocupan por la vida, la muerte y la vida después
de la muerte, menos aún cuando todo marcha con facilidad.

Yo no era la excepción. Estaba dedicado a la ciencia; aprendía a pensar de manera
lógica y desapasionada, a exigir demostraciones.
La carrera de medicina y la residencia en la Universidad de Yale hicieron que cuajara
todavía más en mí el método científico. Mi tesis de investigación versó sobre la química
del cerebro y el papel de los neurotransmisores, que son los mensajeros químicos del
tejido cerebral. Me incorporé a la nueva raza de psiquiatras biológicos, los que
mezclaban las teorías psiquiátricas tradicionales y sus técnicas con la nueva ciencia de
la química cerebral. Escribí muchos artículos científicos, di conferencias locales y
nacionales y me convertí en un verdadero personaje dentro de mi especialidad. Era un
poco obsesivo, empecinado e inflexible, pero estos rasgos resultaban útiles para un
médico. Me sentía completamente preparado para tratar a quienquiera que se
presentara en mi consultorio en busca de terapia.

Y en aquel momento Catherine se convirtió en Aronda, una joven que había vivido en el año 1863 a. de C. ¿O acaso era al revés? Y allí estaba otra vez, feliz como nunca la
había visto antes.
Una vez más, temí que Catherine tuviera miedo de continuar. Sin embargo, se dispuso,
ansiosamente para la hipnosis y se distendió rápidamente.
—Estoy arrojando guirnaldas de flores al agua. Es una ceremonia. Tengo el pelo rubio y trenzado. Llevo un vestido pardo y dorado y sandalias. Alguien ha muerto, alguien de la casa real… la madre. Yo soy una sirvienta de la casa real y ayudo con la comida.
Ponemos los cuerpos en salmuera durante treinta días. Cuando se secan, se extraen
las partes. Lo huelo, huelo los cadáveres.

Había vuelto espontáneamente a la vida de Aronda, pero a una parte diferente, en la
que su función consistía en preparar los cadáveres después de la muerte.
—En un edificio aparte —continuó—, puedo ver los cuerpos. Estamos envolviendo
cadáveres. El alma pasa al otro lado. Cada uno se lleva sus pertenencias, a fin de
prepararse para la vida siguiente, más grandiosa.

Estaba expresando algo que parecía el concepto egipcio de la muerte y el más allá,
diferente de todas nuestras creencias. En esa religión, uno podía llevarse sus
pertenencias consigo.

Dejó esa vida y descansó. Hizo una pausa de varios minutos antes de entrar en un
tiempo que parecía antiguo.
—Veo hielo, colgando de una cueva… rocas… —Describió vagamente un sitio oscuro y
miserable. Se sentía visiblemente incómoda. Más adelante detalló lo que había visto de
sí misma—: Era fea, sucia y maloliente.
Y partió hacia otro tiempo.
—Hay algunos edificios y un carro con ruedas de piedra. Tengo el pelo castaño,
cubierto con un paño. La carreta contiene paja. Soy feliz. Allí está mi padre… Me
abraza. Es… es Edward (el pediatra que le aconsejó insistentemente que consultara
conmigo). Es mi padre. Vivimos en un valle con árboles. En el patio hay olivos e
higueras. La gente escribe en papeles. Están cubiertos de marcas raras, parecidas a
letras. La gente escribe todo el día para hacer una biblioteca. Estamos en el 1536 a. de
C. La tierra es estéril. Mi padre se llama Perseo.

El año no correspondía exactamente, pero tuve la seguridad de que estaba en la misma vida sobre la que me había informado en la sesión anterior. La llevé hacia delante en el tiempo, sin apartarla de esa vida.
—Mi padre te conoce (se refería a mí). Tú y él conversáis sobre las cosechas, la ley y el gobierno. Dice que eres muy inteligente y que yo debería prestarte atención.
La adelanté un poco más.
—Él (su padre) está tendido en una habitación oscura. Es viejo y está enfermo. Hace
frío… me siento tan vacía…
Siguió hasta el momento de su muerte.
—Ahora yo también soy vieja y débil. Allí está mi hija, cerca de mi cama. Mi esposo ya
ha muerto. Mi yerno está allí, y también sus hijos. Hay muchas personas a mi alrededor.

Esa vez, su muerte fue apacible. Flotaba. ¿Flotaba? Eso me hizo pensar en los
estudios del doctor Raymond Moody sobre las víctimas de experiencias de casi muerte.
Sus sujetos también recordaban haber flotado antes de verse atraídos otra vez hacia el
cuerpo. Yo había leído ese libro varios años antes; tomé nota mental de que debía
releerlo. Me pregunté si Catherine recordaría algo más allá de la muerte, pero sólo pudo decir:

—Floto, nada más.
La desperté y di por terminada esa regresión a una vida pasada

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