La Mayor Tragedia De Mi Vida Pasada

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La mayor tragedia de mi vida había sido la inesperada muerte de nuestro primogénito,
Adam, que falleció a principios de 1971, a los veintitrés días de edad. Unos diez días
después de que lo trajéramos a casa desde el hospital comenzó a presentar problemas
respiratorios y vómitos en bayoneta. El diagnóstico resultó sumamente difícil. «Total
anomalía del drenaje venoso pulmonar, con defecto del septum atrial —se nos dijo —.
Se presenta una vez de cada diez millones de nacimientos, aproximadamente.» Las
venas pulmonares, que deben llevar la sangre oxigenada de regreso al corazón,
estaban incorrectamente dispuestas y entraban al corazón por el lado opuesto. Era
como si el corazón estuviera vuelto… hacia atrás. Algo muy, pero que muy raro.
Una desesperada intervención a corazón abierto no pudo salvar a Adam, quien murió
varios días después. Lo lloramos por muchos meses; nuestras esperanzas, nuestros
sueños, estaban destrozados. Un año después nació Jordán, nuestro hijo, agradecido
bálsamo para nuestras heridas.
Por la época del fallecimiento de Adam, yo había estado vacilando con respecto a mi
temprana elección de la carrera psiquiátrica. Disfrutaba de mi internado en medicina
interna y se me había ofrecido un puesto como médico. Tras la muerte de Adam decidí
con firmeza hacer de la psiquiatría mi profesión. Me irritaba que la medicina moderna,
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con todos sus avances y su tecnología, no hubiera podido salvar a mi hijo, ese simple y
pequeño bebé.
En cuanto a mi padre, había gozado de excelente salud hasta sufrir un fuerte ataque
cardíaco en 1979, a la edad de sesenta y un años. Sobrevivió al ataque inicial, pero la
pared cardíaca quedó irreparablemente dañada; falleció tres días después. Eso ocurrió
unos nueve meses antes de que Catherine se presentara a la primera sesión.
Mi padre había sido un hombre religioso, más ritualista que espiritual. Avrom, su
nombre hebreo, le sentaba mejor que Alvin, el inglés. Cuatro meses después de su
muerte nació Amy, nuestra hija, a la que dimos su nombre.
Y ahora, en 1982, en mi tranquilo consultorio en penumbra, una ensordecedora
cascada de verdades ocultas, secretas, caía en torrentes sobre mí. Nadaba en un mar
espiritual y me encantaba esa agua. Se me puso piel de gallina en los brazos. Catherine
no podía conocer esa información en modo alguno. Ni siquiera tenía manera de
averiguarla. El nombre hebreo de mi padre, el hecho de que un hijo mío hubiera muerto
en la primera infancia con un defecto cardíaco que sólo se presenta una vez de diez
millones, mis dudas sobre la medicina, la muerte de mi padre y la elección del nombre
de mi hija: todo era demasiado, muy específico, excesivamente cierto. Catherine, esta
mujer que sólo era una técnico de laboratorio poco cultivada, actuaba como conducto
de conocimientos trascendentales. Y si podía revelar esas verdades, ¿qué más había
allí? Necesitaba saber más.
—¿Quién —balbucí—, quién está ahí? ¿Quién te dice esas cosas?
—Los Maestros —susurró ella—, me lo dicen los Espíritus Maestros. Me dicen que he
vivido ochenta y seis veces en el estado físico.
La respiración de Catherine se hizo más lenta y dejó de mover la cabeza. Descansaba.
Yo quería continuar, pero las implicaciones de lo que me había dicho me distraían.
¿Tendría, en verdad, ochenta y seis vidas anteriores? ¿Y qué podía decirse de «los
Maestros»? ¿Era posible? ¿Era posible que nuestras vidas fueran guiadas por espíritus
carentes de cuerpo físico, pero dueños de gran conocimiento? ¿Hay acaso peldaños en
el camino hacia Dios? ¿Era real todo eso? Me costaba dudar, considerando lo que
Catherine acababa de revelarme, pero aún luchaba por creer. Estaba superando años
enteros de una formación de programación diferente. Pero en la mente, en el corazón,
en las entrañas, sabía que ella estaba en lo cierto. Estaba revelando verdades.
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¿Y lo de mi padre y mi hijo? En cierto sentido, aún estaban vivos; nunca habían muerto
del todo. Años después de sepultados, me hablaban y lo demostraban así,
proporcionando informaciones muy específicas y secretas. Y puesto que todo eso era
cierto, ¿era mi hijo un espíritu tan avanzado como Catherine decía? ¿Había aceptado,
en verdad, nacer para nosotros y morir veintitrés días después, a fin de ayudarnos a
saldar deudas kármicas y, por añadidura, darme lecciones de medicina y de
humanidad, empujándome de nuevo hacia la psiquiatría?
Esos pensamientos me alentaron mucho. Por debajo de ese estremecimiento sentía
una gran oleada de amor, una fuerte sensación de ser uno con los cielos y la tierra.
Había echado de menos a mi padre y a mi hijo. Me hacía bien volver a tener noticias de
ellos.
Mi vida jamás volvería a ser la misma. Una mano se había extendido desde lo alto,
alterando irreversiblemente el curso de mi vida. Todas mis lecturas, hechas con examen
cuidadoso y distanciamiento escéptico, desembocaban en su lugar. Los recuerdos y los
mensajes de Catherine eran verdad. Mis intuiciones sobre lo cierto de sus experiencias
habían sido correctas. Tenía los hechos. Tenía la prueba.
Sin embargo, aun en ese mismo instante de júbilo y comprensión, aun en ese momento
de experiencia mística, la vieja y familiar parte lógica y recelosa de mi mente estableció
una objeción. Tal vez se tratara sólo de una percepción extrasensorial, de alguna
capacidad psíquica. Era toda una capacidad, sin duda, pero eso no demostraba que
existieran las reencarnaciones ni los Espíritus Maestros. Sin embargo, en esa ocasión
estaba bien informado. Los millares de casos registrados en la bibliografía científica,
sobre todo los de niños que hablaban idiomas extranjeros sin haberlos oído nunca, que
tenían marcas de nacimiento allí donde habían recibido antes heridas mortales; esos
mismos niños que sabían dónde había objetos preciosos ocultos o enterrados, a miles
de kilómetros, décadas o siglos antes, todo era un eco del mensaje de Catherine. Yo
conocía el carácter y la mente de la muchacha. Sabía cómo era y cómo no. Y mi mente
ya no podía engañarme. La prueba era demasiado evidente, demasiado abrumadora.
Eso era real y ella lo verificaría cada vez más en el curso de nuestras sesiones.
En las semanas siguientes, a veces yo olvidaba la intensidad, la fuerza directa de esa
sesión. A veces caía de nuevo en la rutina cotidiana, preocupado por las cosas de
siempre. Entonces las dudas resurgían. Era como si mi mente, al no concentrarse,
tendiera a volver hacia los patrones y creencias de antes, hacia el escepticismo. Pero
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entonces me obligaba a recordar: ¡eso, había ocurrido realmente! Comprendía lo difícil
que era creer esos conceptos sin haber pasado por una experiencia personal. La
experiencia es necesaria para añadir crédito emocional a la comprensión intelectual.
Pero el impacto de la experiencia siempre se desvanece hasta cierto punto.
En un principio no tuve conciencia del porqué de mis grandes cambios. Me reconocía
más sereno y paciente; otros comentaban que se me veía muy en paz, más
descansado y feliz. Yo sentía más esperanza y alegría, encontraba en mi vida más
sentido y satisfacción. Comprendí al fin que estaba perdiendo el miedo a la muerte. Ya
no temía a mi propia muerte ni a la no existencia. Me daba menos miedo la posibilidad
de perder a otros, aun sabiendo que desde luego los echaría de menos. ¡Qué poderoso
es el miedo a la muerte! Llegamos a grandes extremos para evitarlo: crisis de madurez,
aventuras amorosas con personas más jóvenes, cirugías estéticas, obsesiones con la
gimnasia, acumulación de bienes materiales, procreación de hijos que lleven nuestro
nombre, esforzados intentos de ser cada vez más juveniles, etcétera. Nos preocupa
horriblemente nuestra propia muerte; tanto que, a veces, olvidamos el verdadero
propósito de la vida.
Además estaba empezando a ser menos obsesivo. No necesitaba dominarme sin
cesar. Aunque trataba de mostrarme menos serio, esa transformación me resultaba
difícil. Aún tenía mucho que aprender.
De hecho, ahora tenía la mente abierta a la posibilidad (incluso a la probabilidad) de
que las manifestaciones de Catherine fueran reales. Esos datos increíbles sobre mi
padre y mi hijo no se podían obtener por medio de los sentidos habituales. Sus
conocimientos, sus habilidades, demostraban sin lugar a dudas la existencia de una
notable capacidad psíquica. Resultaba lógico creerla, pero yo me mantenía precavido y
escéptico con respecto a lo que leía en la literatura popular. ¿Quiénes son estas
personas que hablan sobre fenómenos psíquicos, sobre la vida después de la muerte y
otros asombrosos hechos paranormales? ¿Están preparados en el método científico de
la observación y la comprobación? Pese a mi abrumadora y maravillosa experiencia con
Catherine, sabía que mi mente, naturalmente crítica, continuaría analizando cada nuevo
hecho, cada fragmento de información. Lo revisaría para ver si concordaba con la
estructura y el sistema de trabajo que iba surgiendo de cada sesión. Lo examinaría
desde todos los ángulos, con el microscopio del científico.
Sin embargo, ya no podía negar que el marco de trabajo estaba allí.
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