Cáncer de Mama y Vidas Pasadas
El grito del corazón
“El acto más sublime es anteponer otro a uno mismo.” WILLIAM BLAKE, Proverbs of Heaven
Las pruebas de laboratorio confirmaron los peores temores de Eileen Cayley. La cirugía no era ya una posibilidad sino una necesidad. Los mamogramas y las biopsias de gran bulto que se le había formado en el pecho derecho indicaban un tumor canceroso. En la primavera de 1974 sólo el examen quirúrgico podría detectar la extensión del tumor maligno y, según los médicos que atendían a Eileen, la probabilidad de que tuvieran que extraerle el pecho entero era grande. No se hablaba de la probabilidad de supervivencia; el silencio de la familia era una negación de la peor de las posibilidades.
La crisis no había dejado un pariente o amigo más perturbado que Harold Jaworski, el hermano menor de Eileen. Diez
días antes de la operación, Harold, un científico conductista de treinta y siete años, se acostó temprano esperando el alivio del sueño, por lo menos temporario. El letargo disimulaba su desesperación. Al principio se quedó acostado en la oscuridad… pensando. Pensó temeroso en lo que sería la vida sin Eileen, la fuerte de la familia. Pensó en el duelo del marido y especialmente en los dos hijos que recurrían siempre a ella en busca de consuelo, guía y ayuda. Y cuanto más pensaba, más angustiado se sentía; su mente parecía insistir en los mismos pensamientos una y otra vez hasta el alba…
Justo cuando Harold creía que ya no vendría el sueño, se desvaneció su inquietud y espontáneamente se encontró rezando con más vehemencia que nunca. Rogó a Dios que, de alguna manera, Eileen sobreviviera a la crisis y estuviera sana de nuevo y entonces cayendo a plomo en la profundidad de sus emociones, ofreció su propia vida en cambio de la de su hermana. Era más que un gesto de amor fraterno: era un grito apasionado del corazón que ni el mismo Harold pudo comprender. En la víspera de la operación, Harold llegó al lado de la cama de Eileen. Encontró a su hermana aterrorizada ante las perspectivas. Harold le calmó los nervios lo mejor que pudo antes de irse a calmar los propios. Sintiéndose muy desdichado, fue hasta un auditorio en un barrio de Toronto donde se grababa un concierto para la Canadian Broadcasting Corporation.
El programa de obras de Brahms y Mozart estaba avanzado cuando Harold de repente se sobresaltó. ¡Había un spot apuntándole! Al principio miró a su alrededor nerviosamente porque pensó que el resto de las personas estarían estirando el cuello para ver al hombre iluminado por el brillante haz de luz.
-Pero de pronto me di cuenta —dijo Harold- de que nadie me miraba porque ninguno más podía ver la luz. Y entonces el éxtasis me invadió; me envolvió como una enorme ola desde los pies a la cabeza. Perdí la noción del tiempo y me sentí llevado hacia la luz. Tenía los ojos cerrados y las lágrimas corrían por mis mejillas. Y en el corazón la más exquisita de las experiencias, supe que mi hermana estaría muy bien.
La experiencia de Harold se conoce como “conciencia cósmica”, expresión que se origina en un libro del mismo nombre, Cosmic Consciousness, del médico canadiense Richard Bucke, publicado por primera vez en 1901. Dice Bucke: “La característica principal de la conciencia cósmica es, como su nombre lo indica, una toma de conciencia del cosmos, es decir de la vida y el orden del universo… Junto con la conciencia del cosmos se produce un esclarecimiento intelectual o iluminación que basta para colocar al individuo en un nuevo plano de la existencia, como si fuera miembro de una nueva especie. A eso se agrega un estado de exaltación moral, una sensación indescriptible de elevación y de gozo y una activación del sentido moral que es más fuerte, potente e importante, tanto para el individuo como para la raza humana, que el destacado poder intelectual. Con esos sentimientos llega una sensación, digamos, de inmortalidad, una conciencia de la vida eterna, no la convicción de que va a tenerla sino la conciencia de que ya la tiene”.
Como incorpora la iluminación resplandeciente y la pérdida de la sensación del tiempo, la conciencia cósmica puede ser la descarga espontánea y súbita de recuerdos de la vida intermedia o un pinchazo personal y transitorio de la membrana que separa la existencia carnal de la incorpórea.
Al día siguiente Harold volvió al hospital con mucha calma a esperar la salida de Eileen de la sala de operaciones. Cuando salió el cirujano “sacudiendo la cabeza en señal de descreimiento” Harold se le acercó. No sólo el tumor hallado era benigno sino que se había reducido en forma tan notoria que pudo localizarse con dificultad. Se extirpó el residuo no maligno, se evitó la mastectomía y Eileen se recuperó perfectamente.
Un año más tarde Harold cayó víctima de hepatitis, una enfermedad vírica grave del hígado, a veces fatal. Los síntomas típicos de la enfermedad, náuseas, vómitos, fatiga e ictericia, obligaron a Harold a luchar, sin asistir al trabajo durante tres meses. Durante los nueve meses que siguieron Harold se sintió normalmente bien. Pero en mayo de 1976 notó que se le hinchaban los tobillos. El estudio médico detectó una cantidad anormal de proteínas en la orina y los análisis y ensayos que efectuaron llevó a un médico a solicitar una biopsia de riñón. En agosto el médico determinó que Harold padecía de glomerulonefritis membranosa idiopática que es una forma oscura, clínicamente esotérica, de describir una enfermedad del riñón potencialmente fatal, de origen desconocido.
El médico estaba lejos de sentirse optimista.
-Por desgracia usted no es un chico -le dijo el médico al paciente-, porque ellos tienen mayor probabilidad de curación. Cuando Harold se enteró de que la probabilidad de supervivencia del adulto era del diez al veinte por ciento, salió al sol sintiéndose como si acabara de escuchar su sentencia de muerte.
-Todo lo que hizo el médico -dijo- fue indicarme que disminuyera la ingesta de sal.
Por supuesto, Harold buscó ayuda médica en otra parte. Encontró a un especialista de riñón en el Toronto Sunnybrook
Hospital, quien lo alarmó con la noticia de que el virus de hepatitis del año anterior estaba activo todavía a pesar de la ausencia de síntomas. Eso llevó a la conclusión de que la contaminación en el hםgado había producido un complejo antígeno anticuerpo que atacaba poco a poco a los riñones. La gravedad del estado de Harold estaba producida entonces por el fracaso de esos órganos que, por estar enfermos, eran incapaces de eliminar las toxinas. Este hallazgo no facilitaba la curación. Pero se hacían sugerencias sobre el tratamiento. Mientras un médico propiciaba una transfusión de sangre total, otro pensaba en la administración de Interferón, una droga costosa y en experimentación, para una posible ayuda inmunológica.
Cuanto más se deterioraba Harold, más pensaba en aquel ruego para salvar la vida de su hermana. ¿Estaba el Todopoderoso cobrándose la deuda? ¿O era él mismo quien trabajaba inconscientemente para confundir a los médicos que tanto necesitaba? Cualquiera fuera la respuesta, Harold se volvía cada vez más débil. La esperanza estaba convirtiéndose en una palabra sin sentido. Durante seis semanas estuvo tomando Cyclophosphamide pero la ineficiencia del tratamiento quedó demostrada por la disminución de calcio, que ablandaba sus dientes y producía contracciones de los dedos que duraban varios segundos. Por un tiempo los diuréticos tomados con regularidad habían logrado estimular la excreción del líquido, pero ya volvían a hincharse sus piernas y tobillos. Tomaba remedios para bajar el colesterol, cada tanto se le producía un eccema, cada vez estaba más pálido y había bajado el peso de 70 a 62 kilos. Sólo esporádicamente podía Harold hacer acto de presencia en su trabajo. Cada vez pasaba más tiempo en el Sunnybrook Hospital donde lo sometían a pruebas y análisis interminables de sangre y orina.
-Me siento como un conejillo de indias en el laboratorio -dijo una vez- los médicos no saben cómo curarme y estoy decayendo con rapidez. Cuando el futuro aparecía más negro, Harold empezó a sentir una ira sorda.
-Me indignaba pensar -dijo- que la medicina convencional no sólo no podía curarme sino que empeoraba las cosas. Me di cuenta de que era tiempo de encargarme de la situación.
Harold no era ajeno a la parapsicología. Ya en 1959 había visto experimentos de regresión hipnótica y conocía bien las teorías de la reencarnación y el karma. Ahora, por primera vez, aplicó las teorías a su situación preguntándose: “¿Es el karma un factor de mi enfermedad? ¿Podría la regresión hipnótica a las vidas pasadas tener éxito donde los métodos ortodoxos fracasaron?” Mientras meditaba sobre esas preguntas, Harold reanudó la lectura sobre parapsicología en la biblioteca del hospital. Un libro que tomó de un estante fue Conjuring Up Philip (Exorcizando a Philip) de Iris Owen. Hojeándolo llegó a un capítulo titulado “The Psychology of the Poltergeist Reaction “(La psicología de la reacción del Poltergeist), del doctor Joel L. Whitton.
-Por algún motivo -dijo Harold- el nombre me quedó en la mente.
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